La Muerte de la Emperatriz de China
Delicada y fina como una joya humana, vivía aquella muchachita de carne
rosada, en la pequeña casa que tenía un saloncito con los tapices de color azul
desfalleciente. Era su estuche.
¿Quién era el dueño de aquel delicioso pájaro alegre, de ojos negros y boca
roja? ¿Para quién cantaba su canción divina, cuando la señorita Primavera
mostraba en el triunfo del sol su bello rostro riente, y abría las flores del
campo, y alborotaba la nidada? Suzette se llamaba la avecita que había puesto
en jaula de seda, peluches y encajes, un soñador artista cazador, que la había
cazado una mañana de mayo en que había mucha luz en el aire y muchas rosas
abiertas.
Recaredo -capricho paternal, él no tenía la culpa de llamarse Recaredo- se
había casado hacía año y medio -¿Me amas? -Te amo. ¿Y tú? -Con toda el alma.
Hermoso el día dorado, después de lo del cura. Habían ido luego al campo nuevo,
a gozar libres del gozo del amor. Murmuraban allá en sus ventanas de hojas
verdes, las campanillas y las violetas silvestres que olían cerca del
riachuelo, cuando pasaban los dos amantes el brazo de él en la cintura de ella,
el brazo de ella en la cintura de él, los rojos labios en flor dejando escapar
los besos. Después, fue la vuelta a la gran ciudad, al nido lleno de perfume,
de juventud y de calor dichoso.
¿Dije ya que Recaredo era escultor? Pues si no lo he dicho, sabedlo.
Era escultor. En la pequeña casa tenía su taller, con profusión de mármoles,
yesos, bronces y terracotas. A veces, los que pasaban oían a través de las
rejas y persianas una voz que cantaba y un martilleo vibrante y metálico.
Suzette, Recaredo, la boca que emergía el cántico, y el polpe del cincel.
Luego el incesante idilio nupcial. En puntillas, llegar donde él trabajaba, e
inundándole de cabellos la nuca, besarle rápidamente. Quieto, quietecito,
llegar donde ella duerme en su chaise longue, los piececitos
calzados y con medias negras, uno sobre otro, el libro abierto sobre el regazo,
medio dormida; y allí el beso es en los labios, beso que sorbe el aliento y
hace que se abran los ojos inefablemente luminosos. Y a todo esto, las
carcajadas del mirlo, un mirlo enjaulado que cuando Suzette toca de Chopin, se
pone triste y no canta. !Las carcajadas del mirlo! No era poca cosa. -¿Me
quieres? -¿No lo sabes? -¿Me amas? -¡Te adoro! Ya estaba el animalucho echando
toda la risa del pico. Se le sacaba de la jaula, revolaba por el saloncito
azulado, se detenía en la cabeza de un Apolo de yeso, o en la frámea de un
viejo germano de bronce oscuro. Tiiiiiirit... rrrrrrich... fiii... ¡Vaya que a
veces era malcriado e insolente en su algarabía! Pero era lindo sobre la mano
de Suzette, que le mimaba, le apretaba el pico entre sus dientes hasta hacerlo
desesperar, y le decía a veces con una voz severa que temblaba de terneza:
!Señor mirlo, es usted un picarón!
Cuando los dos amados estaban juntos, se arreglaban uno al otro el cabello.
«Canta», decía él. Y ella cantaba lentamente; y aunque no eran sino pobres
muchachos enamorados, se veían hermosos, gloriosos y reales; él la miraba como
a una Elsa, y ella le miraba como a un Lohengrin. Porque el Amor, ¡oh jóvenes
llenos de sangre y de sueños!, pone un azul de cristal ante los ojos y da
infinitas alegrías.
¡Cómo se amaban! Él la comtemplaba sobre las estrellas de Dios; su amor
recorría toda la escala de la pasión, y era ya contenido, ya tempestuoso en su
querer, a veces casi místico. En ocasiones dijérase aquel artista un teósofo
que veía en la amada mujer algo supremo y extrahumano como la Ayesha de Ridder
Hagard; la aspiraba como una flor, le sonreía como a un astro y se sentía
soberbiamente vencedor al estrechar contra su pecho aquella adorable cabeza,
que cuando estaba pensativa y quieta era comparable al perfil hierático de la
medalla de un emperatriz bizantina.
Recaredo amaba su arte. Tenía la pasión de la forma; hacía brotar del mármol
gallardas diosas desnudas de ojos blancos, serenos y sin pupilas; su taller
estaba poblado de un pueblo de estatuas silenciosas, animales de metal,
gárgolas terroríficas, grifos de largas colas vegetales, creaciones góticas
quizá inspiradas por el ocultismo. ¡Y, sobre todo, la gran afición! Japonerías
y chinerías. Recaredo era en esto un original. No sé qué habría dado por hablar
chino o japonés. Conocía los mejores álbumes; había leído buenos exotistas,
adoraba a Loti y a Judith Gautier, y hacía sacrificios por adquirir trabajos
legítimos, de Yokohama, de Nagasaki, de Kioto o de Nankín o Pekín: los
cuchillos, las pipas, las máscaras feas y misteriosas como las caras de los
sueños hípnicos, los mandarinitos enanos con panzas de curbitáceos y ojos
circunflejos, los monstruos de grandes bocas de batracio, abiertas y dentadas,
y diminutos soldados de Tartaria, con faces foscas.
-¡Oh -le decía Suzette-, aborrezco tu casa de brujo, ese terrible taller, arca
extraña que te roba a mis caricias!
Él sonreía, dejaba su lugar de labor, su templo de raras chucherías y corría al
pequeño salón azul, a ver y mimar su gracioso dije vivo, y oír cantar y reír al
loco mirlo jovial.
Aquella mañana cuando entró, vió que estaba su dulce Suzette, soñolienta y
tendida, cerca de un tazón de rosas que contenía un trípode. ¿Era la Bella
durmiente del bosque? Medio dormida, el delicado cuerpo modelado bajo una bata
blanca, la cabellera castaña apelotonada sobre uno de los hombres, toda ella
exhalando un suave olor femenino, era como una deliciosa figura de los amables
cuentos que empiezan: «Éste era un rey...»
La despertó:
-¡Suzette; mi bella!
Traía la cara alegre; le brillaban los ojos negros bajo su fez rojo de labor;
llevaba una carta en la mano.
-Carta de Robert, Suzette. ¡El bribonazo está en China! «Hong Kong, 18 de
enero...»-. Suzette, un tanto amodorrada, se había sentado y le había quitado
el papel. ¡Conque aquel andariego había llegado tan lejos! «Hong Kong, 18 de enero...»
Era gracioso. ¡Un excelente muchacho el tal Robert, con la manía de viajar!
Llegaría al fin del mundo. ¡Robert, un grande amigo! Se veían como de la
familia. Había partido hacía dos años para San Francisco de California.
¡Habríase visto loco igual!
Comenzó a leer.
«Hong Kong, 18 de enero de
1888.
|
»Mi buen Recaredo:
»Vine y vi. No he vencido aún.
»En San Francisco supe vuestro matrimonio y me alegré. Di un salto y caí en la
China. He venido como agente de una casa californiana, importadora de sedas,
lacas, marfiles y demás chinerías. Junto con esta carta debes recibir un regalo
mío que, dada tu afición por las cosas de este país amarillo, te llegará de
perlas. Ponme a los pies de Suzette, y conserva el absequio en memoria de tu
Ni más, ni menos. Ambos soltaron la carcajada. El mirlo, a su vez, hizo
estallar la jaula en una explosión de gritos musicales.
La caja había llegado, una caja de regular tamaño, llena de marchamos, de
números y de letras negras que decían y daban a entender que el contenido era
muy frágil. Cuando la caja se abrió, apareció el misterio. Era un fino busto de
porcelana, un admirable busto de mujer sonriente, pálido y encantador. En la
base tenía tres inscripciones, una en caracteres chinescos, otra en inglés y otra
en francés. La emperatriz de la China. ¡La emperatriz de
la China! ¿Qué manos de artista asiático habían modelado aquellas formas
atrayentes de misterio? Era una cabellera recogida y apretada, una faz
enigmática, ojos bajos y extraños, de princesa celeste, sonrisa de esfinge,
cuello erguido sobre los hombros columbinos, cubiertos por una honda de seda
bordada de dragones, todo dando magia a la porcelana blanca, con tonos de cera,
inmaculada y cándida. ¡La emperatiz de la China! Suzette pasaba sus dedos de
rosa sobre los ojos de aquella graciosa soberana, un tanto inclinados, con sus
curvos epicantus bajo los puros y nobles arcos de las cejas. Estaba contenta. Y
Recaredo sentía orgullo de poseer su porcelana. Le haría un gabinete especial,
para que viviese y reinase sola, como en el Louvre la Venus de Milo,
triunfadora, cobijada imperialmente por el plafón de su recinto sagrado.
Así lo hizo. En un extremo del taller fromó un gabinete minúsculo, con biombos
cubiertos de arrozales y de grullas. Predominaba la nota amarilla. Toda la
gama, oro, fuego, ocre de Oriente, hoja de otoño, hasta el pálido que agoniza
fundido en la blancura. En el centro, sobre un pedestal dorado y negro, se
alzaba riendo la exótica imperial. Alrededor de ella había colocado Recaredo
todas sus japonerías y curiosidades chinas. Las cubría un gran quitasol nipón,
pintado de camelias y de anchas rosas sangrientas. Era cosa de risa, cuando el
artista soñador, después de dejar la pipa y los pinceles, llegaba frente a la
emperatriz, con las manos cruzadas sobre el pecho, a hacer zalemas. Una, dos,
diez, veinte veces la visitaba. Era una pasión. En un plato de laca yokohamesa
le ponía flores frescas todos los días.
Tenía, en momentos, verdaderos arrobos delante del busto asiático que le conmovía
en su deleitable e inmóvil majestad. Estudiaba sus menores detalles, el caracol
de la oreja, el arco del labio, la nariz pulida, el epicantus del párpado. ¡Un
ídolo, la famosa emperatriz! Suzette le llamaba de lejos: -¡Recaredo!
-¡Voy! -y seguía en la contemplación de su obra de arte. Hasta que Suzette
llegaba a llevárselo a rastras y a besos.
Un día, las flores del plato de laca desaparecieron como por encanto.
-¿Quién ha quitado las flores? -gritó el artista desde el taller.
-Yo -dijo una voz vibradora.
Era Suzette, que entreabría una cortina, toda sonrosada y haciendo relampaguear
sus ojos negros.
Allá en lo hondo de su cerebro se decía el señor Recaredo, artista escultor:
-¿Qué tendrá mi mujercita? No comía casi. Aquellos buenos libros desflorados
por su espátula de marfil estaban en el pequeño estante negro, con sus hojas
cerradas sufriendo la nostalgia de las blandas manos de rosa y del tibio regazo
perfumado. El señor Recaredo la veía teriste. ¿Qué tendrá mi mujercita? En la
mesa no quería comer. Estaba seria. ¡Qué sería! La mirada a veces con el rabo
del ojo y el marido veía aquellas pupilas oscuras, húmedas, como si quisieran
llorar. Y ella al responder, hablaba como los niños a quienes se ha negado un
dulce. ¿Qué tendrá mi mujercita? ¡Nada! Aquel «nada» lo decía ella con voz de
queja, y entre sílaba y sílaba había lágrimas.
¡Oh, señor Recaredo! Lo que tiene vuestra mujercita es que sois un hombre
abominable. ¿No habéis notado que desde que esa buena de la emperatriz de la
China ha llegado a vuestra casa, el saloncito azul se ha entristecido, y el
mirlo no canta ni ríe con su risa perlada? Suzette despierta a Chopin, y
lentamente hace brotar la melodía enferma y melancólica del negro piano sonoro.
¡Tiene celos, señor Recaredo! Tiene el mal de los celos, ahogador y quemante,
como una serpiente encendida que aprieta el alma ¡Celos!
Quizá él lo comprendía, porque una tarde dijo a la muchachita de su corazón
estas palabras, frente a frente, a través del mundo de una taza de café:
-Eres demasiado injusta. ¿Acaso no te amo con toda mi alma? ¿Acaso no sabes
leer en mis ojos lo que hay dentro de mi corazón?
Suzette rompió a llorar. ¡Que la amaba! No, ya no la amaba. Habían huido las
buenas y radiantes horas, y los besos que chasqueaban también eran idos, como
pájaros en fuga. Ya no la quería. Y a ella, a la que él veía su religión, su
delicia, su sueño, su rey, a ella, a Suzette, la había dejado por la otra.
¡La otra! Recaredo dio un salto. Estaba engañada. ¿Lo diría por la rubia
Eulogia, a quien en un tiempo había dirigido madrigales?
Ella movió la cabeza: -No. ¿Por la ricachona Gabriela, de largos cabellos
negros, blanca como un alabastro y cuyo busto había hecho? ¿O por aquella
Luisa, la danzarina, que tenía una cintura de avispa, un seno de buena nodriza
y unos ojos incendiarios? ¿O por la viudita Andrea, que al reír sacaba la punta
de la lengua, roja y felina, entre sus dientes brillantes y marfilados?
No, no era ninguna de ésas. Recaredo se quedó con asombro. -Mira, chiquilla,
dime la verdad. ¿Quién es alla? Sabes cuánto te adoro, mi Elsa, mi Julieta,
amor mío.
Temblaba tanta verdad de amor en aquellas palabras entrecortadas y trémulas,
que Suzette, con los ojos enrojecidos, secos ya de lágrimas, se levantó
irguiendo su linda cabeza heráldica.
-¿Me amas?
-¡Bien lo sabes!
-Deja, pues, que me vengue de mi rival. Ella o yo, escoge. Si es cierto que me
adoras, ¿querrás permitir que la aparte para siempre de tu camino, que quede yo
sola, confiada en tu pasión?
-Sea- dijo Recaredo.
Y viendo irse a su avecita celosa y terca, prosiguió sorbiendo el café tan
negro como la tinta.
No había tomado tres sorbos cuando oyó un gran ruido de fracaso en el recinto
de su taller.
Fue: ¿Qué miraron sus ojos? El busto había desaparecido del pedestal de negro y
oro, y entre minúsculos mandarines caídos y descolgados abanicos, se veían por
el suelo pedazos de porcelana que crujían bajo los pequeños zapatos de Suzette,
quien toda encendida y con el cabello suelto, aguardando los besos, decía entre
carcajadas argentinas al marido asustado:
-Estoy vengada. ¡Ha muerto ya para tí la emperatriz de la China!
Y cuando comenzó la ardiente reconciliación de los labios, en el saloncito
azul, todo lleno de regocijo, el mirlo, en su jaula, se moría de risa.
Glosario:
Terracotas: Escultura de
barro cocido
Chaise
longue: Es un tipo de sofá con forma de silla que posee una prolongación lo
suficientemente larga como para soportar las piernas.
Apolo: Divinidad griega, protector de de las artes y
guía de las musas.
Framéa: Especie de jabalina usada por los antiguos
germanos.
Lohengrin: Es una ópera romántica en tres actos con
música y libreto en alemán
Gárgolas: Es un ser imaginario reperesentado
generalmente en piedra.
Grifos: Es una criatura mitológica, cuya parte superior
es la de un águila.
Ocultismo: Supuesta ciencia espiritista de lo oculto y
misteriaso de la naturaleza.
Loti: Es la moneda oficial del Reino de Lesotho
Judith Gautier: Fue una escritora, poeta, compositora y
musicóloga francesa.
Hipnicos: Es un tipo de dolor de cabeza tiene unas
características especificas.
Mandarinitos: Es el conjunto de dialectos.
Cucurbitáceas: Es una familia de plantas oriundas del
Nuevo Mundo.
Fez: Es la tercera ciudad de Marruecos.
Marchamos: Caminar o avanzando a pie
Colombinos: Perteneciente, o relativo a Cristóbal Colón
o algún miembro de su familia
Epicantus: Situación que se da en personas,
principalmente que presentan una base de nariz ancha.
Zalemeas: Reverencia en muestra de sumisión
Yokohamesa: Es la capital de la prefectura de Kanagawa
en Japón.